Me envió una foto antes de aterrizar el vuelo,
me dijo: ¡así estoy!
(hombre de mirada triste,
con camisa oscura,
luchando contra el ansia
de las rutas del mundo).
Cuando tomo la foto en mis manos
quiero besarlo,
sus labios se fueron haciendo finos
con los años y mi boca necesitaba esa prenda,
labios que eran cosa delicada y exquisita,
entre la guama, el níspero y el mango.
Vuelvo a la foto de la embarcación naufragando,
de los destrozos en la mirada,
restos del mar,
de las cosas que calló para el mundo
menos para mí.
De él conocí cosas que no me es lícito contar,
y lo que vieron mis ojos
entre los puentes del delirio
y la complicidad.
Partes de mí tenían su nombre
sus gestos, su aliento,
sus coordenadas;
el jugueteo de las tardes,
el deslizarse en los contornos.
Se fue volviendo apacible:
garza blanca en la llanura;
sonreía y se desabrochaba la camisa
mostrándome el pecho,
me hacía reír
y yo me recostaba en él
como si fuese parte de mi reposo.
Le gustaba tomarme fotos,
y se fue llevándose mi risa
sin saber que yo no iba
en el mismo vuelo.
Solo me queda la foto triste
antes de reescribirnos
que quiero besar,
pero no hay piel,
ni aire, ni palpitación de alas,
ni pasaje de regreso.

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