Vio bajar las nubes a esa loma
con olor a perros flacos,
las nubes tan limpias traían un aire fresco,
vio bajar el cielo sin poder subir a él.
A veces parece hay un infierno
entre el paraíso
como los que dicen ser rectos y no lo son.
Habló de los infortunios
y recordó palabras de verdad
en la boca de una sabia entendida en dolores:
la sacerdotisa anunciaba que era el tiempo
de los vástagos,
los que prueban de qué está de hecha una mujer,
los de cabellos de oro con alma gigante;
esos renuevos que hacen sonar los shofares
al lado de edictos con letras antiguas
donde Dios dicta su nombre al barro
en cuartos de excelsa blancura.
Era la hora de dar su única ofrenda
como la viuda en su escasez
cociendo la torta para el profeta;
como Abel dándose
con el último balido de su oveja.
Indefenso se fue el milagro
en la noche adusta
cuando la mujer cargaba la canasta pesada;
noche de trapos rotos salidos de la entraña
y el baño de sangre…
La vida se ganaba,
la vida se perdía
al chasquear los dedos;
y ella tragándose palabras en el frio rincón,
mordiéndose la lengua
como quien muerde una verdad
que necesita gritarse, y
consolando el corazón de Adán.
Ella guarda la agonía lenta del minuto extenso
en que Abraham no tuvo cordero
para el holocausto.
No preguntes por el aroma de la cattleya
en el altar de piedra;
ella es el sacrificio que sigue ardiendo.

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