Cuando era niña empecé a notar que la gente alrededor más grande que yo le cambiaba el rostro; esto me causaba expectativa, así que decidí preguntarle a mamá y me dijo: son arrugas, usted va a tener cuando sea grande, o si no ¿cómo piensa ser grande?.
Mi inquietud creció conmigo y decidí superar cualquier obstáculo para verme como diosa griega y tener la longevidad de un patriarca. Mi batalla no fue en vano: empecé a descubrir una serie de alimentos y era grato a mis oídos escuchar y a mis ojos leer todo lo que decía antioxidantes, vaya palabra tan dulce.
Ya sin oxidación por las fresas, los arándanos, las frambuesas, las moras, las granadas, por el omega 3, los frutos secos, descubrí los beneficios de las vitaminas como el betacaroteno de la zanahoria, propiedades reafirmantes como el Q10 de la leche. Y mi olor a frutería y a lechería fue evidente.
Así pasaron los días de manera perfecta nadie sabía mi edad. Personas a los veinticinco ya usaban cremas y a los treinta y cinco se desmanchaban la piel; entonces, aprendí que la avena quita las manchas, que la caléndula desinflama. Además no sonreía, no lloraba, procuraba no enojarme para ahuyentar cualquier línea de expresión.
Hasta que un día pregunté muy segura de mí a una nueva compañera de trabajo: ¿qué edad crees que tengo? y no sé como hizo aquella novata, ¡infeliz! que usa el secreto de Dorian Gray, para adivinar mi edad. Me dije algo anda mal, no dejaré ni siquiera que mi foto se envejezca. Así que leí, leí mucho, vi que la gente abría el directorio al azar, yo sin encontrar respuesta hice lo mismo, y ¡Bingo! decía "prestamos servicios físico-espirituales, se embellece el rostro", así que acudí al paraíso hasta que mejoré considerablemente; no tuve que ir al programa de diez años menos.
Un día retornó la vejez, ésta vez prematura; cuando me vi grité un ¡NO! rotundo. Recurrí al Internet, empecé a buscar las recetas fui a las especias y otras plantas: la menta, la albahaca, la lavanda, el tomillo para embalsamar y me dio alergia que seguro no la tuvo ningún faraón egipcio. Con la piel enrojecida usaba ropas largas, gafas oscuras, botas, turbante, me sentía como el cuerpo de Nefertiti (encontrado por fin) en mal estado. Me encerraba, no salía a la luz, si debía trabajar agachaba la cabeza como un esclavo y medio alzaba la mano para saludar.
Triste por lidiar con el tiempo sobre mí, todo por esa compañera que adivinó mi edad y me complicó la vida, busqué en los animales, en las flores perennes como la siempreviva y otro gran descubrimiento: las águilas se renuevan, bueno ¡aquí me quedé! Cada vez que la luz en mis ojos se apaga sé que envejezco por dentro y por ende se me nota por fuera; esa es mi alerta, por eso estoy atenta sólo a la diminuta luz de mis pupilas. Superada mis cataratas de los setenta, la vida parecía fácil mirar dos lentejas brillar frente al espejo cada día (eso no es nada), lo duro a mi edad es subir a la peña donde las águilas rejuvenecen y tener cuidado de no irme de bruces contra el abismo.
Pasada esa etapa empecé a enterrar a todo el mundo y me sobrevino la tristeza. Medité que tener varios maridos estaría bien para mí, yo que me doy ínfulas de artista, no hay problema un escándalo de vez en cuando. Y la gente empezó a pelear conmigo porque terminaba siendo la heredera de los que partían. Mi empeño en cumplir los doscientos años me estaba debilitando con los pleitos: pagar abogados, sacar copias de mi acta de nacimiento, de mis actas de matrimonios para llevarlas a notarías, mostrar mi grado de consanguinidad, en fin, tanto lío que no sabía que hacer, pensé necesito las fuerzas del búfalo; y en este momento voy de peregrinaje entre los mercaderes, para encontrar al que me venda el ADN de los cabellos de Sansón.
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