Sumer
(Abram)
Rozas con tu sandalia la hierba crecida de los humedales,
peregrino de larga túnica y báculo.
Tu mano fuerte tiene el anillo de los patriarcas,
guías al séquito y apacientas las ovejas;
siempre habrá un abrevadero para esta sed.
¡Oh, benditas tus barbas blancas!
Tus mejillas son ciruelos cortados,
y en tus labios hay una profunda esperanza.
¿De qué era de oro has venido?
¿Quién puso aquel aliento en tu sangre
perpetuando las alas de la libélula?
Lejos de los pedregales, la piedra habla;
atrás quedaron los peldaños del Zigurat
y los trozos de madera que conducen al abismo.
Bendito el misterio de llevar
los cuatro ríos en el corazón.
Edén
(África)
I
Alrededor del bosque tropical,
tus hombres delgados, de torso desnudo, reposaron;
la abuela, de pechos caídos, cargaba a los nietos;
en ellos no hubo malicia,
ni tiempo que les envejeciera.
II
No existió humo de sabio que te advirtiera
del sol quemante sobre tus orillas;
la piel con sabor a manglar y a sal;
el doloroso tueste del café;
las grietas por las sequías.
III
Como florecilla cayendo sobre la grama,
volverá a ti la sustancia primigenia
a cerrar las fisuras de los azotes
en tus espaldas fuertes;
a sanar las magulladuras de tus pies,
porque en tus pies caminó el mundo.
Jardín del Edén
(posiblemente ubicado donde está en Golfo pérsico)
I.
Soy la monstera deliciosa,
mis dedos se hunden en la tierra más fértil
para luego pintar el cuerpo de Adán;
Él pone hierba en mi cintura,
y en mis caderas no hay vergüenza;
nuestras guedejas sudan amores.
¿Podré peinarme como una doncella
con filamentos de plantas?
Mi amado tiene el cabello ondulado y castaño
como la corteza de un árbol frondoso
sedoso como el más sutil de los vientos
Sobre nuestras pestañas ha caído
el rocío cristalino de la inocencia
y somos como los que sueñan
con las nanas para los recién nacidos.
II.
¡Oh, dolor de parto y de hijos perdidos!
¡Oh, dolor de muerte nos ha sobrevenido!
La tierra fue herida con la cizaña;
la víbora me tendió lazo,
raspé mis rodillas.
¡Ay! ¡Adán, solté tu mano!
III.
Bebí la cicuta
y pesaba en la entraña;
parte de mí fue lodo,
parte de mí algodón.
El lienzo fue recogido;
el mar embraveció las aguas.
Al cruzar la puerta
sentí los pies descalzos,
las enredaderas;
hasta el amado dolía.
Fue sobre Adán
aquella cicatriz con puntos de sutura;
diariamente le limpio la sangre que arde
sobre la tierra pegada a la piel.
La sombra de una mano sobre el arcoíris
(Salomón)
¿A dónde tu corona real
de forjado amanecer brillante y piedras preciosas;
tu túnica de seda aperlada, brocada,
y cintas rojas?
Tus pajes de trajes blancos
son plumas mecidas por el viento.
La cocinera corpulenta y las doncellas
que le asisten cubren su cabeza,
preparan tu banquete en bandejas de plata
y disponen los cubiertos de oro,
como plantas enceradas de verde intenso
en el jardín de los aromas.
Ha caído la noche, y a la luz tenue
de una vela egipcia se vislumbra
la puerta abierta de un aposento;
la sulamita de cabello ondulado reposa
sobre cojines azul turquesa con borlas;
ella es la maja de un mortero
machacando el cardamomo
y en cada epístola saca de ti
el fino aceite del sésamo.
Un rey acompañado de sus siervos
pacta contigo, te otorga la hija
que no se atreve a mirarte a los ojos;
y tú te debilitas cuando se deshojan las rosas.
Antorchas iluminan el pasillo,
los grillos cantan;
y cada esencia de mujer
se mezcla con el aire gélido
formando un vaho en el espejo;
los vestidos reales se rasgan.
¡Ay, de ayes, las manos pequeñas
que ruegan el deseo de tu pecho cansado!
Te han fatigado, te han vuelto ecléctico.
Sobre el escritorio, las peticiones
que llevan tu sello;
y el observar todo aquello que declina:
la vegetación de tu patio,
los jóvenes mareados,
la espada ensangrentada del soldado.
Y olvidaste la madera hermosa
con largas vetas del sándalo
el esplendor del templo
la gloriosa virtud de los cielos.
¿A dónde la dignidad de tu fama,
la medalla dorada colgada en tu cuello?
Traes el pañuelo púrpura en tu mano
para limpiar el sudor del desaliento.
¿Perdiste la camisa por esos reptiles,
doblaron tu capa?
Caen lágrimas de tu alma compungida
por cada estatuilla de arcilla y de barro;
quieres ser de nuevo el musgo
que absorbía el agua de misericordia;
y sujetarte de la raíz primera,
la que reverdece a Aarón su vara;
tu llama languidece.
Duermes en la sala esplendorosa;
los varones gimen por la efímera grandeza,
las concubinas se vuelven a sus cámaras.
Tus músicos tocan arpas y salterios,
tus cantores cantan endechas.
El caballo bermejo llora,
tiene un lamento en su mirada;
los jinetes limpios se desarman.
La mano justa vino a hacerle sombra
a la esquina de tu arcoíris.