Hay un pupitre, un cuaderno
y una tinta de arco irisen el soliloquio de un niño
frente al espejo roto:
no tiene cordones que amarrarse,
solo el polvo pintando su cara.
Los luceros, el aroma cenizo
de un barrio vecino atraviesan su techo
a la hora del fogón sin leña
le sabe a limonada en el estío;
sueña el respiro saludable
en medio de su tos,
su infancia rueda
en un balón improvisado.
Hay un traje, nueva tecnología
y unas vacaciones de verano
en el monólogo de un niño
frente al cristal tallado:
eleva su grito en los jardines,
mira el alto de las cúpulas,
va al banquete
y aborrece la mitad de su comida,
ve su rostro distorsionado
en las fuentes diáfanas;
tal vez entienda que puede irse todo
como la mascota que un día se escapó.
En el terremoto tiembla
la cuchara de palo y la de plata,
se cae el jarrón y la chatarra,
el paisaje devela su vergüenza,
el luto de su explotación,
y las migajas de foráneos
no son costales de arena,
ni siembran árboles
en la ladera de la inundación.
¿Por qué vendes la patria de tus hijos?
Bebe del pozo de la clarividencia,
reparte los panes sin la vieja levadura,
no sea que se desplome la montaña
y resbale el obrero
que da vapor a tu fábrica,
no azuces la inclemencia
porque eres un rescoldo
a punto de ser humo.
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