Guardo este cuerpo
que parece que caduca
como un viejo documento
en la esquina del cajón;
entre luces y sombras
y los paños coloridos
de un ayer inalcanzable
que se muere
con el rastro del pezón
en la ceniza de tu boca,
con el líquido vaivén
adherido a la pared enmohecida.
Y es que no hubo rincón
que no hablara de nosotros,
de los juegos a solas,
de las señales,
de las claves;
de tu halo de luz atravesándome,
y de cómo te detenías en mis ojos
para descifrarme,
para decodificar con tu pensamiento cósmico
esos restos de un meteoro
que afectaron los ciclos del tiempo
y emergieron criaturas nuevas
descomponiendo lo que fuimos:
sepultando un pasado de razas de gigantes
que no honraron al amor.
En nuestros rostros los crepúsculos
y el agradecernos antes de ir a dormir;
y en tu boca quedaba la manteca
de la cobertura del chocolate
de mi helado de vainilla,
y en mis manos quedaba
la tibieza de tus campos,
el candor de tu jornada;
el vino tiñendo tus comisuras.
Y siempre tu olor desde el principio,
ese tu sudor como un narcótico
al que me hice adicta.
Ya no vale la pena llorar
sobre fantasmas
si flotas del lado de la luz;
no vale la pena esconderme
en la herida quemante
y dejar secar mi sangre,
o hacer otro simulacro de temblor
porque ya estuve en el epicentro
porque vi al árbol sacudir
todas sus hojas perennes
y vi caer su peso entre mis brazos;
y se me puso venda para no ver
su corteza al viento,
hubo dolores impuestos para olvidar,
pero ningún dolor puede traicionarnos.
Fuimos el uno en el otro
como siameses,
núcleo y mitocondria;
y nos volveremos a ver vestidos de blanco,
con la ternura en los ojos,
sin las penas que nos asignaron;
de tanto fuego se quemó la impureza,
prevaleció la inocencia
con la que nos mirábamos.
Ya no vale la pena llorar sobre
fantasmas,
marcamos el aire por donde
fuimos pasando,
y me he vuelto fantasma
escondido en el rincón
de los despojos,
agujero negro que se tragó tu luz;
me acallo como el secreto que fuimos...
Guardo este cuerpo.