Esa extraña calma en que todos miran con sus puñales, excepto los niños.
Los rostros de los emigrados y la xenofobia en el vaho de la noche eclipsada, se nublan de un rosa anaranjado, la lluvia hace estragos en una ciudad de huérfanos.
Me empalago de un dulce que no debo comer; el amor no deja de doler, parece que soy el juez y el abogado defensor, busco argumentar mi imperfecta inocencia, lo sabe Dios y mis salpicaduras.
A la casa le pusieron cercas puntiagudas mientras dormía. Suelo dormir a menudo hacía el paredón, para olvidarme de los tumores, el hedor del pus y los tantos dedos hundidos sobre mis llagas.
Desde este agujero y esta tiniebla, se siente el aire gélido y huele a moho las evidencias en el papel; las ansias me mantienen en cuclillas y me arropo a medias para poder velar con ese hilo de luz que entra por la rendija.
Todavía el hombre persiste en la ceguera, en dioses de barro que no salvan; encienden velas en medio de la nada, el viento levanta el polvo del desierto de Santa Ana revuelto con hojarasca.
Y tantas flores sometidas a ritos de moribundos, y aun los hombres juegan a los dados a ver quien me da el tiro de gracia.
Me revuelco espantando las moscas; voy de aquí para allá recogiendo los cristales rotos donde tallaste tantas promesas.